Para Lula da Silva, los presos políticos cubanos son delincuentes semejantes a los peores criminales encarcelados en su país. Lula, cruelmente, ha adoptado el punto de vista de su amigo Fidel Castro.
Para el presidente de Brasil, pedir elecciones democráticas, prestar libros prohibidos y escribir en los periódicos extranjeros -supuestos "delitos'' cometidos por los 75 disidentes apresados durante la primavera negra de 2003, condenados a penas de hasta 28 años-- equivale a matar, robar o secuestrar.
Para Lula da Silva, el Dr. Oscar Elías Biscet, un médico negro sentenciado a 25 años por defender los Derechos Humanos y por oponerse al aborto, es sólo un criminal empedernido.
Dentro de su curioso código moral es perfectamente comprensible la muerte del preso político Zapata Tamayo, o la posible muerte de Guillermo Fariñas, un psicólogo y periodista disidente, declarado en huelga de hambre para reclamar que liberen a 26 presos políticos severamente enfermos.
Los demócratas cubanos no son los únicos decepcionados con el brasilero. En la última etapa de su gobierno Lula da Silva está demoliendo la buena imagen que disfrutó al comienzo. Recuerdo, hace unos tres años, una conversación que tuve en Panamá con Jeb Bush, ex gobernador de Florida. Me dijo que su hermano George, entonces presidente de Estados Unidos, tenía una magnífica relación con Lula y estaba convencido de que era un aliado leal de Washington. Me pareció una ingenuidad, pero no se lo comenté.
Hace unos días, un ex embajador norteamericano, que prefiere el anonimato, me dijo exactamente lo contrario: "todos nos equivocamos con Lula; es un contumaz enemigo de Occidente y muy especialmente de Estados Unidos, aunque trata de disimularlo''.
Y luego, con cierta indignación, criticó la complicidad de Brasil con Irán en el tema de las sanciones a Teherán por el desarrollo de armas nucleares, el permanente respaldo a Hugo Chávez y la irresponsabilidad con que manejó la crisis de Honduras al propiciar el asilo de Manuel Zelaya en su embajada de Tegucigalpa, violando todas las reglas de la diplomacia internacional.
En realidad, el comportamiento de Lula da Silva no es sorprendente. En 1990, cuando fue derribado el Muro de Berlín, el líder del Partido del Trabajo se apresuró a crear el Foro de Sao Paulo junto a Fidel Castro para coordinar la colaboración entre todas las fuerzas violentas y antidemocráticas de América Latina.
Ahí estaban las guerrillas narcoterroristas de las FARC y del ELN de Colombia, una docena de partidos comunistas de otros tantos países, el FSLN de Nicaragua, el FMLN de El Salvador y la URGN de Guatemala.
Mientras en el mundo libre celebraban la desaparición de la URSS y de las dictaduras comunistas en Europa del Este, Lula da Silva y Fidel Castro recogían amorosamente los escombros del marxismo violento para tratar de mantener vigente el discurso político que condujo a esa pesadilla, mientras establecían una suerte de cooperación internacional que sustituyera el desvanecido liderazgo soviético en la región.
Lula, dentro de Brasil, sujeto por una realidad política que no ha podido modificar, se comporta como un demócrata moderno y no se ha movido sustancialmente de las directrices económicas que señaló el anterior presidente, Fernando Henrique Cardoso, pero en el terreno internacional, que es donde aflora su verdadero talante, su conducta es la de un revolucionario tercermundista de los años sesenta.
¿De dónde surgen esa militancia radical y ese perverso juicio moral? La hipótesis de un presidente latinoamericano que lo conoce bastante, de los que no tardará en dejar el poder, también decepcionado, apunta a su ignorancia: "este hombre es de una penosa fragilidad intelectual. Sigue siendo un sindicalista atrapado en la superstición de la lucha de clases.
No entiende ningún asunto complejo, carece de capacidad para fijar la atención, tiene unas terribles lagunas culturales y por eso acepta el análisis de los marxistas radicales que en su juventud le explicaron la realidad como un combate entre buenos y malos''.
Su frase final, dicha con cierta tristeza, fue lapidaria: "pareció que Lula, con su simpatía y por el buen momento que atraviesa su país, convertiría a Brasil en la gran potencia política latinoamericana. Falso. Ha destrozado esa posibilidad al alinearse con los Castro, Chávez y Ahmadineyad. Ya ningún país serio confía en Brasil''. Muy lamentable.
Firmas Press
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