En repetidas ocasiones he apuntado la gravedad que en Estados Unidos supone la mera acusación de “racista” a un individuo o un grupo de personas. En el culto de lo políticamente correcto, la izquierda norteamericana ha hecho suya la bandera de vilipendiar a cuantos se atrevan a disentir con su política. Echar mano de la nueva ciencia de la “victimología” y acusar a la derecha de racista es ya parte del barato libreto de la progresía. En el Partido Demócrata cuentan con hábiles practicantes de este método, aunque la historia nos cuente que fue ese partido el que más apoyó la esclavitud cuando el Partido Republicano, liderado por Abraham Lincoln, luchó precisamente por la libertad y contra el racismo.
Viene esto a colación porque tras la aprobación de la ley de sanidad y conforme vamos sabiendo más cosas de su contenido, los líderes demócratas y sus medios más afines están ya echando mano de la famosa estrategia propagandística de acusación racista para desviar la atención y no dar explicaciones del verdadero contenido de su ley. Racista, pues, es hoy todo el que proteste ante lo que hace Obama, todo el que se oponga a la aprobada ley y todo el que, en fin, no comulgue en el altar pagano de Barack (que por algo su nombre significa “el bendecido”). Ante él, no cabe ni la queja, ni la disensión. Racista, pues, es el que proteste, y más si es blanco y conservador. Así, en estos días la izquierda mediática en Estados Unidos está incrementando todavía más una estrategia doble al respecto para acabar con la oposición.
Primero, todo ataque a la administración y particularmente a la ley de sanidad debe ser presentado y definido como “racista”. De este modo, cualquier comentario en contra se publica como ejemplo de racismo y se le da la mayor publicidad y despliegue informativo posibles. Así se explica la cobertura del New York Times este pasado lunes sobre unos supuestos insultos de un miembro de los Tea Party durante el domingo a unos congresistas negros. Ni hay vídeo, ni hay audio, ni hay detención policial, ni hay testigos imparciales y creíbles. Con esta estrategia, el Partido Demócrata hace, además, un guiño a la comunidad negra y a las minorías, preparando el camino para intentar cosechar sus votos en noviembre. Los van a necesitar, sin duda.
El segundo paso de la estrategia de propaganda demócrata consiste en usar para beneficio propio el enfado de la ciudadanía ante la aprobación de la ley. La irritación de millones de norteamericanos se presenta ahora como el problema, eludiendo que la raíz del enfado popular está en el contenido de la ley y en las acciones de los demócratas y nunca en los ciudadanos de a pie. Así, los medios obamitas ya están pidiendo hipócritamente que los republicanos y conservadores no inciten a los ciudadanos a la violencia y al racismo y que supriman cualquier ataque de ira de sus votantes. Se sacan así casos aislados que no representan el sentir popular para intentar descalificar a la totalidad.
Para redondear su propaganda se omiten los casos contrarios, los de amenazas de bomba y violencia de partidarios demócratas contra políticos republicanos, como las que sufrió hace un mes el senador Jim Bunning. Con este paso se culmina una estrategia manipuladora tan falaz como fantástica, más propia del castrismo que de una nación en democracia.
Para que la estrategia tenga su efecto se buscan personas concretas de relevancia siguiendo así el libreto de Saúl Alinsky. Esta semana la diana ha sido doble: por un lado los presentadores de programas políticos de radio, los célebres radio talk shows –mayormente conservadores– y líderes de audiencia como Rush Limbaugh; por otro lado, líderes y políticos también conservadores que están creciendo en popularidad y que pueden ser posibles candidatos presidenciales, como Newt Gingrich, el ex presidente de la Cámara de Representantes. A Gingrich lo ha citado mal voluntariamente el gurú keynesiano Paul Krugman en las páginas del New York Times para hacerlo pasar también por racista.
Lo curioso es que estos medios y columnistas que siguen atacando a la oposición liberal-conservadora son los mismos que ignoraron ataques reales y grabados en vídeo contra ciudadanos de a pie del Tea Party hace tan sólo unos meses; son los mismos que taparon en su día la corrupción de organizaciones apoyadas por Obama, como ACORN, hoy ya condenada judicialmente; son los mismos medios que no dan importancia al hecho de que los políticos demócratas hayan dicho barbaridades estos días: como el congresista John Dingell, quien al referirse a la reforma sanitaria confesó que resulta el camino a fin de “juntar una legislación para controlar a la gente”.
Son los mismos medios que aceptan que las reglas no sirven, que aceptan que los demócratas las cambien como quieran y cuando quieran, según afirmaba sin reparos el congresista demócrata Alcee Hastings hace unos días. Estos medios son los que ríen también las “gracias” del vicepresidente Joe Biden diciendo que la ley de sanidad es “de puta madre”. Son los que aplauden a políticos demócratas como John Conyers inventando inexistentes cláusulas de la Constitución. Y resultan ser también los mismos medios que hacían propaganda de películas que representaban el violento asesinato de George W. Bush. Es, otra vez, el doble rasero mediático y político. A unos se les pasa todo, hasta lo de querer controlar a la gente. A los otros, sólo por disentir en la opinión, se les llama racistas. Con un horizonte electoral para noviembre bastante oscuro para el Partido Demócrata, esta es la única y lamentable estrategia que les queda: la de la propaganda goebbelsiana.
ALBERTO ACEREDA
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